28 de maig del 2020

Correo de la noche

Com que fa dies que no escric articles - les raons  serien de mal explicar ara mateix, però tenen relació amb la política del diari durant el confinamet -, estic aplegant coses meves antigues. És possible que pugui treure un llibre de contes en castellà de finals dels anys cinquanta!!

Sabeu què? Us presento el primer, que va guanya el premi Anàbasis de 1958.

Correo de la noche 


El tren marchaba, lento pero incansable, entre las áridas llanuras. Desfilaban ante la ventana, sucio cristal empañado aun por el relente de la mañana, las  lejanas montañas, abruptas, desafiantes, pero al mismo tiempo impotentes contra la inmensidad abrumadora de la llanura. El humo de la locomotora pasaba, pegajoso  y negro, acariciando con mano áspera las figuras defectuosamente reflejadas en el cristal.
En el departamento, apretujados incómodamente, tres hombres y tres mujeres se embutían en sus abrigos tratando de vencer el frío. Un silencio seco, incómodo, desolado, se paseaba muy despacio por entre los cuerpos, lamiendo las conciencias, forzando las almas.
El hombre que se sentaba en el rincón más cercano a la puerta del pasillo, frente a les tres mujeres,  se movió ligeramente para buscar una postura más cómoda.  Los demás le dirigieron una mirada dulce pero velada como de envidia. Él cerró los ojos. Era joven. Su nariz delgada delataba su respiración nerviosa, de hombre que siente bullir la sangre, que tiene necesidad de moverse, de jugar,  de romper algo, de correr aún, y que se sentía inmóvil, aletargado,  atado a la incertidumbre, segura y firme, del silencio de un departamento  de tercera clase del correo de Barcelona a Madrid.  Fuera, sólo se percibía el crujir de los raíles, suave y frenético, pesado y mordaz,  inconcreto y persistente, y el aire quieto, palpable, que atravesaba el bien ajustado cristal sigilosamente. Vestía un traje marrón oscuro y cubríase con un abrigo gris, casi negro, ajado, y una bufanda parda, anudada al cuello, le tapaba la boca. Estaba encogido, pegado al tabique que se separaba del pasillo, junto a la puerta cerrada, que se bamboleaba a cada movimiento del vagón. Tenía las manos en los bolsillos del abrigo, fuertemente cerradas, crispados los dedos ateridos de frio.
Las últimas luces de la tarde se apagaron.
Sólo la bombilla tétrica del techo alumbraba las  caras enjutas de los seis ocupantes del departamento. Dos de las mujeres, las más viejas, dormían, y la otra, de unos cuarenta años, mantenía los ojos entornados, apretándose contra el cuerpo de su vecina, seguramente su madre.  Su abrigo azul, muy sucio, con esa suciedad ambigua, de hollín y grasa del ferrocarril, le venía tristemente ancho y le llegaba hasta los pies. Lo llevaba descuidadamente, envolviéndose en él y apretándolo fuertemente contra si con las dos manos enguantadas. Sobre su cara, envejecida prematuramente por un descuido continuado o por efecto de una gran tragedia, caían indolentemente sus cabellos lacios, sin canas de seriedad o de preocupación. Algunas  arrugas violáceas surcaban su frente y sus ojos entornados miraban impasibles el borde el abrigo del hombre que se sentaba frente a ella.
La luz era mortecina y se filtraba con dificultad a través del ambiente cargado, pesado, reflejándose en el pequeño y sucio espejo que, sobre las cabezas de los pasajeros, se mantenía incólume, inmóvil, como mudo testigo de una escena común, eternamente repetida.
El hombre de la esquina, junto a la puerta, miró a la mujer. Luego a sus dos compañeras dormidas incomprensiblemente cuando era imposible estar despierto; muertas sin remisión cuando era imposible vivir; eternamente negras, dónde la luz y el color se eclipsarían con toda seguridad; y, sin darse cuenta, sin tener ellas conciencia de su misión, sin comprender la irresistible realidad de sus vestidos negros, de su pelo revuelto, de sus manos sucias, de su aliento inmóvil y entrecortado.
El hombre las miraba absorto, ausente. Sentía vencida su resistencia al ambiente. Y no podía  dormir. Sintió necesidad de encender un cigarrillo; el humo le calmaría. Pero la presencia inconmovible de estas tres mujeres frente a él, la impasibilidad del hombre del abrigo gris – sentado junto a él, confundiéndose con él -, la seriedad somnoliente del sacerdote, en el otro extremo, inmóvil sobre su negro libro, leyendo sin comprender, incólume a la luz mortecina, al frio, a todo, unas oraciones simétricas, leídas día tras día, sin compasión, año tras año, le hicieron contener su deseo y se mordió el labio inferior con rabia.  Intentó nuevamente dormir, arrellenándose como pudo en el banco duro e incómodo. Su brazo apretaba el costado de su vecino. Sacó las manos de los bolsillos para aprovechar espacio. Sus manos eran finas y delgadas; los dedos, algo torcidos  pero elegantes, estaban sucios de nicotina y de hollín. Parecían endurecidos por el frio.
El sacerdote, sin levantar la vista del libro, y sin dejar de mover en silencio los labios, le miró; luego volvió a su rezo, a su mundo. Llevaba una sotana reluciente, llena de polvo. Una de las viejas, la que estaba junto a la más joven de las tres, se removió en su asiento, sin despertar siquiera.
El hombre de la esquina apoyó la cabeza en el tabique. Su oreja helada sintió el frio de la madera barnizada. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Él, simplemente, llevose las manos a los bolsillos. Su vecino le dirigió una mirada de odio, pero no se movió.
Le estaba haciendo falta un cigarrillo. Y esta idea le tenía obsesionado. Pero no podía. Llevaba cuatro horas allí, encogido, sin fumar. Sólo al principia había intentado sacar un cigarrillo; fué al principio del viaje.
- ¿Molesto? – preguntó.
Nadie le respondió, pero todos los ojos hablaron, rotundos, inmóviles, acusadores. Tuvo que desistir. No, no se atrevía a ensayar de nuevo. Todo su cuerpo estaba entumecido. Tenía que salir al pasillo. Andar. Fumar. Pero no se atrevía. No le dejarían abrir aquella puerta que les aislaba del frio exterior, que les mantenía furetes y salvos frente a la soledad de un exterior desconocido.
Pensó en leer. Tenía sobre su cabeza, en las mallas del porta-equipajes, su maletín. Miró hacia allí: una de las maletas, vieja, estaba sobre su equipaje. Seguramente era de su vecino. Tenía que levantarse. Frente a él estaban extendidos los pies de las dos mujeres dormidas. Tuvo miedo del alboroto. Temía los ojos acusadores de aquellas gentes, de aquellos que sufrían con él, que le ayudaban, dejándole aquel espacio aborrecido, a continuar viviendo, que seguían su misma suerte, tras el empañado y sucio cristal del departamento.
Se decidió de pronto. Sus pies tropezaron con otros. Una de las mujeres se sobresaltó.
- ¡Qué pasa! ¿Qué hace?
Él la miró. Su cara pedía perdón, clemencia.
- Voy a coger un libro...- musitó.
Los demás estaban pendientes de la escena. El hombre los miró a todos, rostros hostiles, insensibles.
- Está en el maletín.
Pero nadie parecía escucharle. Todos se sentían humillados, ofendidos, incompresiblemente traicionados. Sus rostros denotaban estupor y odio.
-No debe moverse; hace frio. ¿No comprende que debemos ayudarnos  a sufrir nuestra cruz? Ande, siéntese otra vez.
El sacerdote volvió a su rezo, como si todo estuviera resuelto ya. El hombre de la esquina, junto a la puerta, humillado, arrepentido, se sentó de nuevo. Su vecino había ocupado un buen espacio del que le correspondía a él, pero el hombre no dijo nada.
Era ya noche cerrada. Faltaba ya tan sólo una hora para el final del trayecto. Debía tener paciencia; pronto todo terminaría. El tren marchaba traqueteante, sucio, indefiniblemente lento. Fuera, llovía torrencialmente.
De pronto, algo imprevisto e insólito ocurrió. Todos se incorporaron en sus asientos, irritados, confusos. El hombre de la esquina aguzó el oído. Todos estaban alerta. Un acordeón, en el departamento  contiguo, lanzaba al aire una canción de moda, La musiquilla producía un calor suave, pero real, que en los helados cuerpos de los seis viajeros se tradujo en un escalofrío.
Las dos mujeres  despertaron sobresaltadas. La más vieja, en la esquina, frente al hombre del abrigo gris, abrió los ojos desorbitadamente.
- ¡Es ignominioso! – exclamó.
El cura dejó el breviario sobre las rodillas.
- ¡Con este frío!
- ¡Es una vergüenza!
- ¡No lo permitiría!
El hombre de la esquina vio de pronto su salvación. Tenía que salir, debía ir allí donde había alegría, vida, canto, amor. Sus piernas necesitaban correr, sus pulmones necesitaban aire, sus dedos tocaban con crispación el paquete de cigarrillos. Fuera había gente que vivía, que no sentía frío, que fumaba. Debía salir.
Se levantó bruscamente.
- Debo salir – dijo decidido.
Todos se pusieron en pie.
- ¿Qué dice? – preguntó el cura.
- No, por caridad. No abra la puerta ahora.
- Tengo que salir – repitió tercamente, firmemente decidido.
Su cara parecía más joven que nunca.
- Mire, mire el campo, mkre fuera, venga…. – le dijo el sacerdote, casi con bondad.
Le indicaba la ventana.
- ¡Venga! – Su voz era ahora más imperiosa.
- Sólo salgo al pasillo a fumar…. – se disculpó el hombre.
- Venga, mire.
 I señalaba insistentemente el cristal chorreante.
El hombre pasó casi violentamente por encima de los pies de sus compañeros, y asomó la cabeza. Todo era negro. Tan sólo, frente al cristal, la llunvia insistente y el humo. Nada más. Negro.
- No puede salir. Hágalo por  nosotros.
- - ¡Saldré! – su voz era resuelta.
- No puede, no abra – gimoteó la vieja.
- Es una imprudencia – agregó acusadoramente el otro hombre.
- ¡He de salir! ¡Debo salir!
A pesar de sus gritos parecía dudar.
- No, no abra.
Pero la música sono con más insistencia a través del tabiq ue. El hombre decidiose de pronto, corrió a la puerta.
- ¡¡No!!
Todos se levantaron. El hombre tropezó. Notó contra su cara unos zapatos femeninos. Trató de incorporarse. Debía salir. Un pie le pisoteó la cara, fríamente. Otro le goleó la espalda. Intentó de nuevo incorporarse, pero todos se lo impedían. La música sonaba más fuerte. El tren aceleraba la marcha. Fuera, llovía insistentemente. Con un esfuerzo supremo logró ponerse de pie. Mil manos sa agarraron a su abrigo; algo le hizo tropezar y cayó de nuevo. Sintió un golpe en la sien. De su cabeza salió un hilo de sangre. Su boca quedó abierta y sus ojos, abiertos también, miraban con insistencia a la puerta, herméticamente cerrada. Otro pie le empujó y su cuerpo inerte quedó boca arriba; sus  ojos oscuros estaban inmóviles, vidriosos. En el suelo se dibujó una mancha encarnada.
Durante la lucha muda se le había desabrochado el abrigo. Y quedó al descubierto, como una protesta póstuma, el rojo brillante de una corbata.
- ¡Lástima! – musitó el sacerdote.
- La juventud… - suspiró la vieja.
Y el acordeón continuó sonando.


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